La descortesía: ese “sapo” que nos tragamos a diario

Por: Jairo Cala Otero/ Bucaramanga/ Colombia.
– “Es lamentable que la gente de hoy no tenga un poco de cortesía. Uno escribe y escribe mensajes, y nunca sabe si sus destinatarios los recibieron; casi nadie responde los correos de Internet”- se quejó mi interlocutora a través del teléfono celular. Pero a pesar de la gran realidad, se le escuchaba resignada. Qué se puede hacer frente a tanta gente descomedida, que no ha querido aprender a ser más humana; a respetar al otro, pareció concluir.
El tema no duró mucho, no valía la pena prolongarlo. No porque no tenga importancia, sino porque ese fenómeno -el de la descortesía de no responder los mensajes- parece no tener remedio entre quienes lo promueven y alientan con su actitud desdeñosa. Viramos, entonces, a otro tema menos “mortificador”.
Pero a mí me quedó la gana de escribir sobre él, porque es útil reflexionarlo; y exhortar comedidamente a los “sordos” y “ciegos”, a ver si algún día logran entrar en sintonía con la cortesía humana y el respeto hacia sus semejantes. No todo está perdido. Muchos logran superar etapas escabrosas de peor nivel. Por qué no habrían de cambiar quienes enmudecen luego de leer unos mensajes que han llegado a sus buzones electrónicos.
Es preciso abordar algunas consideraciones, para no pecar de enjuiciadores y condenadores a ultranza. La primera: no todos contestan los mensajes que reciben por la red global de comunicaciones, porque no han aprendido a usar ese medio de comunicación. La gran mayoría lee los textos, uno a uno, y después de algún tiempo (a veces horas) cierra su página sin considerar la importancia de cada mensaje; al final, como todos los correos quedaron como leídos, ya no saben cuál vale la pena responder de inmediato. Si al día siguiente quieren contestar, no se acuerdan cuál era; ni saben buscarlo en medio de tanto “bombardeo” de texto y diapositivas que les ha llegado. La segunda: muchos tienen temor de escribir al emisor, porque acusan graves falla de redacción; entonces, no quieren pasar por la pena de ser considerados como desacertados en esa materia. Esta conclusión es muy personal, me la han confesado algunos lectores de mis artículos reflexivos y de español correcto. La tercera: hay personas deliberadamente mal intencionadas, no tienen un ápice de deseo de contestar ningún mensaje; son ermitañas en materia de comunicación, tienen un bajo nivel de calidad en sus relaciones humanas y se enconchan por voluntad propia aunque vivan rodeadas de otros seres vivos.
A quienes clasifican para la primera consideración, vale decirles que hoy es inexcusable no saber aun cuando sea lo elemental en materia de informática. Ya lo sentenció el magnate de las computadoras, Bill Gates: “Quien no esté a tono con la informática es el analfabeta del siglo XXI”. Es preciso, entonces, no quedarse a la zaga. De lo contrario, nos arrollará el aluvión de novedades que cada día nos acelera, y nos pone en sintonía con otro ritmo de vida. Pretender atajar ese fenómeno simplemente con la pasividad es más que inútil, ¡es imposible!
Los segundos, los temerosos de que se les censure porque escriben mal, deben eliminar ese complejo. Primero, porque la mala redacción es superable; y para ello hay que conocer el idioma, que tiene dispuestos portales y libros sobre gramática, además de gente dedicada a cultivar su correcta aplicación. Y segundo, porque mientras ese proceso avanza, contestar un mensaje restaría peso a la forma de escritura, y se convertiría en un indicativo de que dentro de esa persona hay un ser humano que ha decidido ingresar al mundo de los buenos modales, de la cortesía, del respeto por quien le ha escrito.
Las personas del tercer grupo parecen ser indómitas. O contumaces sin remedio. Poco se puede hacer para sacarlas de ese mundo de automarginalidad, donde se refugian motu proprio para no interactuar con sus semejantes. Es su derecho. Lo que no se logra entender es para qué, entonces, abrieron una cuenta de correo electrónico. Porque la comunicación es de doble vía: tiene un emisor y un receptor; y este también puede (y debe) ser emisor, que convierte al primero en receptor también. Un locutor me decía algún día: “No me gusta que me manden correos”, al explicarme por qué no suministraba su dirección electrónica a sus amistades. Este caso parece ser más serio. Que lo haga un lego, es entendible; pero que así proceda un “comunicador”, ya raya en lo insólito.

Entre unas y otras consideraciones lo cierto es que, por otra parte, hoy cobran más validez las palabras de Fortino Mario Alfonso Moreno Reyes (Cantinflas), quien decía que cada día poseemos más aparatos pero somos más pigmeos como seres humanos. ¡Cuánta razón le asistía, y cuánta falta hace él!

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